31 de mayo de 2008

Sopa de letras

Localice la palabra que prefiera (si no aparece no desespere, el autor es el responsable):

S E G U R O S I R S
O S J O S P A M I O
A B I S M O N O A M
E D A X M E P O T A
I X M O O R I D I L
M A R I M A S I Z A
C A F O R M A N O R
H A R E N O N E M A
M A N A I R E S N O
S E M B L A M I E S




Versión abreviada:

A M O I R
M A N O O
A R O M A
M O R A R
M A R E O

25 de mayo de 2008

Inicio de un cuento

Entre papeles sueltos (es decir, entre las carpetas del ordenador) ha aparecido el inicio de un cuento:

"Esto que contaré debería surgir sin esfuerzo, casi sin pensarlo, pues la verdad es espontánea, las cosas sucedieron así y pensarlas demasiado es deformarlas, es hacer de la verdad mentira o ficción, como lo prefieran. Claro que en el momento en que yo soy designado narrador (por quien sea: por otros o por mí mismo) se está eligiendo de entre todas las maneras la mía y entonces también será mi versión y, si soy fiel a mis palabras, mi legítima, mi forzosa verdad. Creanme, pues, aunque no tengan otra opción."


Puede que lo más inquietante sea no saber qué fue lo que había que contar, eso que ha quedado callado como un secreto inconfesable. Ahora es una obra abierta que puede llevar a donde menos se sospeche.

15 de mayo de 2008

La suerte en la literatura

A menudo caigo en la evidencia de que en la literatura, como en otros aspectos de la vida, hay que tener suerte. Pongamos por caso que si la voluntad de Kafka hubiese sido cumplida al pie de la letra por Max Brod sólo se habrían salvado del olvido unas pocas obras: algún cuento como “El fogonero”, alguna novela más o menos completa como La metamorfosis y poco más. Ya se sabe que en vida Kafka tuvo un cierto éxito, pero insuficiente como para que hubiera recibido el reconocimiento que tiene hoy. Y muchos otros casos (Irène Nemirovsky, John Kennedy Toole…) de escritores rescatados por el pertinaz cariño de quien insistió en que alguien más fijara su atención en unas trabajosas palabras.
Pongamos un caso hipotético. El célebre Miguel de Cervantes halló por casualidad en el mercado de Argelia los papeles cuyo autor no tuvo la suerte de ser distinguido. Cervantes, que sí conocía a ese autor, envidió esa obra de tal manera que deseó haberla escrito. Años atrás había publicado La Galatea, una novela pastoril discreta, inferior a La Diana de Jorge de Montemayor, y su fama no podía rivalizar con la de Joanot Martorell (Tirant lo Blanc) o la de Garci Rodríguez de Montalvo (Amadís de Gaula), aunque fueran del siglo anterior, ni podría resistir el envite de Lope de Vega y de Francisco de Quevedo que, aunque jóvenes, ya circulan sus versos de mano en mano. De este modo Cervantes ve que podría aprovecharse de esa obra que ha llegado a sus manos y atribuírsela, algo no muy difícil de lograr, ya que en esa época los derechos de autor no existían ni de oídas. El autor firmaba la obra y listo, era suya. El resto ya puede imaginarse: el Quijote es un éxito y se traduce de inmediato a otras lenguas. Pero otros pueden apropiarse de su idea, como ha hecho él mismo, así que Cervantes decide escribir una segunda parte para seguir explotando el filón y, de paso, asegurarse que nadie se lo arrebatará.
La idea es una invención, un mero ejemplo. Sin embargo, en la revista Clarín un literato de cuyo nombre no puedo acordarme escribió un artículo en el que afirmaba que el verdadero autor del Quijote es Avellaneda, el que ha figurado como el apócrifo, y que la historia fue contada por el propio Avellaneda a Cervantes, quien no tuvo escrúpulos de apropiársela y de incluso ridiculizar a su confidente en la novela, de tal manera que no pudiera reclamar nada. Claro, a estas alturas quién va a reclamar algo. Ahora ya da igual quién tuviera razón: Miguel de Cervantes Saavedra escribió el Quijote. Y eso es todo. Si alguien (y con toda seguridad fueron muchos) creó alguna obra memorable en el siglo VI a.C. o ayer mismo, se habría perdido irremediablemente porque nadie más acertó a descubrirla.

11 de mayo de 2008

DNA - ADN



Pereza, esfuerzo sobrenatural, interpretas el pensamiento único, en el afán de saber qué es eso, qué quería el artista cuando pasó al exterior. Filtro de una película, cuentas los pasos, crees entender pero algo se te escapa. El niño duerme, las miras se miden con relojes, las caras se miden con reflejos, el árbol duerme. Hay que volver a sí mismo para vislumbrar el pensamiento único, común. El director no lo hizo. Hizo lo correcto, es una obra correcta. Olvidó que en el arte nada está bien, la perfección es una línea curva que gira en ausencia, ahora declina, ahora renace, ahora es sombra de la verdad. Bien, todo volvió a su lugar.

El mundo no soporta a los artistas. Cuando los descubre los señala, los adora, los aísla. Para que se sepa quiénes son, para que se vean bien, para que se puedan devorar sin dolor. Que queden tan sólo unas espinas, si raspan siempre podrán desecharse. Pero algo pasó a la sangre, inevitablemente algo se absorbe, pasa al ADN. El artista es la cura de nuestra propia enfermedad.

2 de mayo de 2008

Fin de libro


Sucede siempre, sin posible excepción, que cuando acabamos de leer una novela (y más si es una novela larga), nos queda una sensación de desamparo. Pensamos con tristeza que no nos va a acompañar más ese mundo íntimo y próximo que compartimos durante tanto tiempo. A fin de evitarlo nos volvemos perezosos, retrasamos el próximo fin y aún así cada vez más se adelgazan las páginas pendientes, hasta que las completamos contradictorios, desilusionados con el mundo exterior, el que no está en el libro. Luego empeoramos, cuando queremos retomar la lectura y advertimos que es imposible paliar esa carencia porque ese mundo está cerrado y sólo es posible abrirlo comenzando de nuevo por la primera página. Pero eso es insoportable. Ya conocemos adónde irá nuestra ingenuidad inicial, estamos más curtidos que los personajes porque adivinamos sus pensamientos y qué sentido tiene que salgan dos veces seguidas por la misma puerta y viajen a donde sea; Madrid, Londres, pongamos por caso. Y peor aún si algún personaje se muere, qué pena revivirlo, tan confiado el pobre. Mejor lo postergamos para otro momento en que no dependamos de la nostalgia, que echemos de menos por igual el principio y el final, que ambos se anulen en nuestro recuerdo y sólo nos quede la impresión de qué bueno es, tengo que volver allí. Pero ya veremos cuándo porque, mientras tanto, hemos seguido leyendo y la siguiente novela ha adelgazado peligrosamente, y pronto tendremos que poner el fatídico punto final a otro mundo.
Es así, sin interrupciones, así es como renacemos en nuestras vidas paralelas, donde el principio y el fin sólo son un elemento más del ciclo.