23 de diciembre de 2009

Los mejores libros de 2009

Cuando faltan pocos días para que termine el año son muchos los que se entretienen en hacer un balance de lo bueno y lo malo, de lo mejor y lo peor, en recopilatorios tan exhaustivos como improvisados de lo más destacado, es decir: de lo que más se recuerda. Los libros no se libran (¡arrrgh!) de su propia lista y así ya van apareciendo las antologías de títulos tan subjetivos como es la opinión de cada uno, pues lo que más me ha gustado a mí no tiene por qué haberte gustado a ti, y ni siquiera tienes por qué haberlo leído, y demás asuntos del corazón.


Tratándose de la opinión de escritores y críticos, no sorprendería que tampoco ellos hayan leído todos los libros que se han citado, de manera que tampoco sorprendería que sólo hayan leído tres o cuatro (como máximo) títulos de las otras listas, ya que, por muy adictos a las novedades que sean, no se habrán limitado sólo a leer las publicaciones de este año, sino que bien pueden haber descubierto alguna otra pendiente de hace cinco, diez, cien años. No en vano (es un decir) se publican miles de libros cada año.

De esta manera, el mejor libro de 2009 será el que me guste más de los que estoy leyendo, el que me guste de los que estoy leyendo, el que estoy leyendo.

15 de diciembre de 2009

El maestro y el discípulo

Desde hace tiempo suelo guardar en una carpeta los diversos papeles que me llegan. Primero fueron las notas que tomaba de libros consultados por puro interés o puro capricho (si es que existe alguna pureza en esas actitudes) y que escribía a toda prisa en una hoja. Como pronto me faltaron las hojas enseguida recurrí a cualquier papel con el suficiente espacio en blanco como para escribir en él una cita. Los nuevos papeles podían ser servilletas, folletos publicitarios, informes académicos o administrativos, tarjetas. No tardé en guardar cualquier papel que pudiera albergar una nueva nota, escrita de mente ajena o también desde mi propia atención. A ellos además se le sumaron otros papeles cuya forma y disposición no admitían un nuevo texto además del que ya contenían; pero el texto ya existente significaba el lugar o el momento en que llegó a mis manos, y ese devoción, ya presente en los papeles anteriores, bastó para que el nuevo documento se acoplara a los anteriores. Algunos incluso sobrepasaron la carpeta y la envolvieron en los compartimentos de la bolsa donde la llevo. De esta manera la bolsa pasó ha llamarse la bolsa de Pandora, pues de ahí pueden salir todos los bienes y todos los males de mi mundo.

Un día quise mostrarle el contenido de la bolsa de Pandora a un pupilo siempre curioso de cualquier cosa que le hablara. El alumno enseguida se interesó por esa bolsa que siempre llevo encima y saqué de ella la carpeta, y de la carpeta empezaron a brotar sus papeles con la correspondiente explicación de los más vistosos: éste es un juego que hice un día en un autobús de vuelta a casa, éste es un dibujo de mi Mar Adentro, en éste apunté el nombre de los alumnos que hablaban para bajarles 0,1 puntos. No todos admitían la explicación de su origen, más que nada porque el alumno no querrá comprender ciertas sesudas o arbitrarias notas, de modo que muchos se volteaban como las hojas de un calendario en el que buscamos apenas una fecha, para sólo detenerse en aquel retal que podría destacar justo entonces. El alumno miraba el desfile de papeles escuchando las explicaciones, acompañándolas con algún que otro comentario. De repente, al ver cómo pasaba ese extraño conjunto de garabatos y colores, exclamó "¡sí que llevas mierda!". No lo dijo con ninguna intención peyorativa, más bien lo contrario, por el cariño de que compartiéramos lo que había guardado. Pero no podría faltarle razón. Porque ¿en qué momento un recuerdo se convierte en mierda? ¿Será que ese papel es como la cáscara que nos queda después de habernos comido el fruto? Evidentemente, ningún papel se mudó de casa y menos con este frío, pobres; si no hay nada como el hogar.

8 de diciembre de 2009

Silencio

Las condiciones objetivas necesarias para la realización de una obra artística son un fenómeno, como todos sabemos, muy complicado: intervienen un determinado círculo de destinatarios, la intensidad del contacto con ellos, un ambiente adecuado y lo más importante: la liberación respecto del control interior, involuntario.


Estas palabras de Czeslaw Milosz fueron pensadas en alusión a las trampas de expresión de la Polonia marxista, pero, como todas las palabras verdaderas, qué fácil es pensarlas en otros ámbitos, entre ellos el privado.

La sociedad irracionalmente capitalista que nos rodea, basada en la producción, no contempla la figura del artista más que como entretenimiento. La obra artística sólo adquiere sentido en su utilidad, y ésta se entiende que se cumple cuando da un placer momentáneo y, ay, estéril al considerado verdadero trabajador, es decir, al que produce. Claro, este uso banaliza al artista e irrita al intelectual, quienes intentan oponerse a la estupidez global para no formar parte de ella, aunque eso implique no formar parte del progreso. La estupidez progresa, el arte no (ya sabemos que la obra de Ludovico Einaudi no mejora la obra de Mozart ni la obra Czeslaw Milosz la de Joseph Conrad, sino que tan sólo son distintas expresiones, ni mejores ni peores). ¿La estupidez progresa? ¿Eso quiere decir que es más estúpido un individuo del siglo XXI que uno del siglo XVII? No necesariamente. Pero lo que sí parece más seguro es que es más refinada; quiero decir que, hoy en día, en nuestro mundo opulento, ingenuo, occidental y en crisis tenemos a nuestro abasto tantos medios y tanta información que irremediablemente desperdiciamos nuestras posibilidades, y tendemos a repetir las mismas soluciones.

¿Qué significa esto? ¿Qué se pretende decir?

Estas preguntas pueden parecer tan básicas como el párrafo anterior. Podrían contestarse a sí mismas, bastaría con formularlas para saber de dónde vienen, o quizás a dónde nos llevan. El resultado no debería ser indiferente, no puede ser casual.