23 de abril de 2010

Sant Jordi

De todas las fiestas, de todas las fechas hay una especialmente señalada en rojo, aunque los calendarios la tiñan de negro o de gris y la rodeen de discreción y de intrascendencia. Éste es el día de Sant Jordi, el día del libro y de la rosa en Cataluña y el mejor motivo para sentirse catalán. Al margen de las listas mercantiles y de las alharacas ornamentales que quieren convertir este día en una especie de Navidad, hoy no existe más compromiso que el de regalar a quien te apetezca, sea tu pareja, tu familia o tu amistad. Y además es un libro. Y además puede ser un libro y una rosa.

La historia de Sant Jordi, como la conté hace tiempo, trata de un caballero al que le dio por matar a un dragón y así casarse con la princesa. El caballero tuvo una buena idea porque se ganó el amor de la princesa y además, como era muy culto y letrado, inspiró la buena costumbre de regalar libros que contaran su historia y muchas otras. No está mal pensado. Aunque no me extrañaría que estuviera compinchado con el dragón, quien podría haberle dicho algo así como: "mira, estoy cansado de aterrorizar a los humanos y de que éstos me sacrifiquen sus vírgenes. Si en el fondo me caen bien, tan débiles y sumisos. Pero no sé cómo hacer para no darles miedo. ¿Qué te parece si tú me clavas una lanza? No te preocupes, no me va a doler mucho. Yo luego me transformaré en un rosal de los de rosas rojas y así todos se alegrarán de verme". Y colorín colorado, este cuento ha terminado. Luego vino la leyenda, pero eso es otra historia. Hoy me quedo con la rosa, con los libros, con los premios (¡Amira ganó el de literatura!) y regalo estas pocas palabras antes de perderme en la nostalgia.

6 de abril de 2010

La casa del bosque

Sucedió como un azar premeditado. Y no por eso dejó de ser menor la sorpresa. Cuando supe que iba a pasar el día de la Mona en el cercano pueblo de Áger advertí, ya en camino, que el sol me quemaría sin una crema protectora, que aquellas zapatillas eran endebles para las piedras del camino y que mis piernas y el resto del andamiaje acabaría molido a golpes como una guitarra en un concierto neurótico. Sorteamos en una Renault Express los baches, las rocas movedizas, los resaltos y las pendientes; y la dejamos junto a una ermita en ruinas que contaba con inscripciones memorialistas ("por aquí pasó...") de hasta 1976. A pesar de los anchos caminos y de todas las personas con las que nos cruzamos en bicicleta, en otro coche o en parapente, de repente estábamos solos en medio de un bosque. Serían más de las tres de la tarde. Habíamos comido con tanta abundancia que el sol aprovechó para cumplir su amenaza mientras descorría el velo de sombra de una encina, bajo la que nos habíamos tumbado. Yo probé una de las bellotas que teníamos como colchón y su dulzura me llevó que guardara otras en la bolsa. Entonces sugirieron: "vamos a ver la casa de un amigo de mi tío, no está lejos". Y, como aún había que bajar la comida, subimos a pie por el camino que nos había traído. "Debería haber alguna senda hacia la derecha". La tierra, blanda y seca como arena, aún mostraba las huellas de un jabalí que, dócil, había elegido los márgenes, como acostumbrado a las carreteras. "Ah, mirad, podríamos ir por aquí, parece que se puede pasar". Uno tras otro, caminábamos al paso de las hormigas, haciendo crujir las hojas caídas de los árboles. Romeros y tomillos, y el canto de un pájaro. Parecía una estampa sacada de un cuento fantástico, alguno de esos cuentos románticos que escribió Bécquer en los que el aire es azul o verde y parece que en cualquier momento pudiera aparecer una ninfa o un lago encantado, en medio de nuestro rutilante paso, como si pasara nada. Y entonces pasó.

Llegamos a donde se alzaba la casa, toda una casa con su jardín, su corral, su entrada, sus ventanas enrejadas y su cartel delatando su nombre: La cova d'en Rossell. Estaba construida en la oquedad de la roca, de tal manera que se hallaba incrustada a ella. El agua se filtraba por la pared agreste e incluso goteaba en algunas curvas.
Entramos por la puerta principal, miramos por las ventanas y rodeamos la fachada hasta dar con una puerta entreabierta. Una escalera. Subimos y nos encontramos con un pequeño dormitorio, con dos colchones, un espejo, dos perchas, una silla plegable y una mesita, con una pesada maleta. Y dentro de la maleta, un enorme libro de tapas metálicas que había dejado el dueño de la casa como libro de visitas para que los visitantes dejaran su propia huella. Leímos algunas historias sobre Villena, Aragón y otros lugares, y decidimos dejar la nuestra: "somos los últimos supervivientes de la civilización maya o de sus premoniciones, aún no lo sabemos", etc. Al terminar cada uno dejó un garabato y dejamos el libro, la habitación y la casa tal como nos lo habíamos encontrado. Como buenos viajeros de paso, enriquecidos de recuerdos, llenos de vida.