12 de septiembre de 2015

Calle Constitución, 7:30

Se asoma a un falso balcón, a pie de calle. Mira hacia ambos lados, se aposenta en la barandilla. Da la sensación de que está en la calle misma, sobre la vereda, reclinado, como si surgiera de un portal. Viste una bata blanca, recién levantado, recién salido de la ducha.

Sentado, apoyando la espalda contra la pared, estirando las piernas sobre la mugre del suelo, sostiene una botella de vidrio verde, casi vacía. No tiene la mirada perdida, pierde la mirada entre la indiferencia de su entorno, que le trae sin cuidado.

Lleva un chaleco rojo de cuero satinado, muy ceñido. Se le acerca un hombre que mide alrededor de dos metros como si fuera a contarle una confidencia. A su lado ella parece una niña. Quién sabe hasta qué punto sigue siéndolo. Ella mira hacia lo disperso. Sólo alcanzo a escuchar tres diálogos: - ¿Y veinte? - También.
- ¿Y adónde podemos ir?

Descansa en el cordón de la vereda, con el carro lleno de cartones enfrente. - Capo, eh, capo - me grita cuando paso por su lado. Me hace un gesto con la mano que no entiendo. - No, lo siento, no fumo. - Pará, que no te pido un pucho, la concha de la lora, lo que quiero es que me ayudes. Ha girado la cabeza, creo que me sigue mirando sin levantarse. Para entonces ya me he alejado de la conversación.

Una madre lleva a su hijo al colegio. De la mano, lo lleva de la mano, marcando el paso con dureza. La mochila es pesada y el niño, con sus cortas piernas, es casi arrastrado por la madre, moviéndose como un tren de mercancías. Sólo se detienen en los semáforos. Sincronizados, el verde y el rojo miden las respiraciones.

Camina solo, con pasos rápidos, pelo corto, casi al ras. No mira a nadie, se diría que anda perdido si no fuera por el gesto mecánico y preciso con que levanta una mano y se lleva a la nariz un plástico. Aspira el plástico, baja la mano. Está sin estar. Pero ya se fue hacia donde no vino.

La música revienta en la calle. Salsa. Alegres trompetas que se entremezclan con las voces del interior y del exterior. Vienen de una casa de planta baja, unas puertas negras, metálicas, con los ventanales tapiados con papel. Se congrega allí la comunidad dominicana. O parte de ella. O quienes pasan la noche de fiesta y por la mañana se mezclan con los que empiezan a trabajar, mientras siguen en su microcosmos.

Cruza la vereda a mi altura. En una mano tiene varios paquetes de pañuelos descartables, levanta la otra para que se la choque a modo de saludo. Como sigo caminando me empuja con su cuerpo contra la pared pero no logra detenerme del todo. - Para cualquier momento no me comprarías es una oferta tres por diez pesos. Habla rápido, es un discurso apenas murmurado con una voz dormida. - No, tengo que trabajar, ¡que voy a trabajar! Insiste con las mismas palabras u otras similares, lo que dice se me vuelve incomprensible hasta que logro franquear su traba. Ninguno de los dos retrocede, seguimos de largo en direcciones opuestas.

El tramo que desemboca en la avenida Entre Ríos está cortado por la policía. Va a desalojar una casa ocupada. Ha parapetado los accesos con vallas enormes y negras, como las usadas para contener las manifestaciones. Algunos uniformados deambulan con languidez alrededor de las vallas, de uno y otro lado. Otros uniformados conversan con el desafecto de tomar un café.