Es un lugar común que el fútbol, como espectáculo de masas (y entre los deportes es el deporte rey) condensa y expresa los males y los bienes de nuestra sociedad. Seguramente es la esencia de la sociedad como espectáculo por sugestionar el disfraz, el canto, el baile, el salto, el grito de éxtasis y de odio; así como también la adhesión y el rechazo a quien adopte lo que adoptamos. Elegir que nos represente un club de fútbol es dar la forma al símbolo que nos identifica. Nos representa, nos identifica. Cómo no va a contener la esencia de nuestras emociones, cómo no la va condensar en los pocos minutos que dura un partido de fútbol (noventa intensos minutos) en los pocos años que dura una vida.
El fútbol es un juego, la vida es un sueño, el fútbol es un sueño, la vida es un juego. Cuando termina algo perdura (algo quiere perdurar) y lo que se pierde nos resta trascendencia, para recordarnos que el olvido está cercano, que todo pasa, que todo fluye, que el espectáculo de la sociedad debe continuar, que hay que seguir porque otros siguen, para que otros sigan. Y sin embargo cuando termina algo perdura, algo se repite en el recuerdo, se ancla en el tiempo para convertirse en lo que llamamos Historia y hasta deshace el lugar común para hacernos decir "yo estuve allí", "yo lo viví".
Escribo todavía desde la emoción. Sé que no debería para que se ordenen mis palabras pero no puedo eludir ese punto culminante de mi fútbol que prevalece en mi tiempo, en mi memoria. Demasiada emoción.
Ayer la Real Sociedad ganó la final de la Copa del Rey. En mi vida la había visto ganar un título. Entonces, el abrazo de los jugadores fue mi abrazo de mis jugadores, el alzamiento de la copa fue mi alzamiento de mi copa al son del tantas veces escuchado We are the champions. Y sí, entonces somos los campeones.
Desde que tengo conciencia de ver fútbol en la televisión he sido seguidor de la Real Sociedad. ¿Por qué la Real Sociedad? ¿Por qué no el FC Barcelona si soy catalán? ¿O el Real Madrid si es el rival? Porque la elegí. Es cierto que en los primeros partidos que vi me deslumbró el juego de Arconada, Gajate, Gorriz, Bakero, Begiristain, Satrustegi, López Ufarte. Era el juego como mero pasatiempo. Y sí, el tiempo pasa. Y entonces se convierte en frecuencia. En presencia. En aprecio. Poco a poco tuvo sentido para mí seguir las evoluciones de esas personas (casi de ficción) que veía cada semana vestirse de corto y correr detrás de un balón. Luego vi los vídeos de sus entrenamientos, escuché cómo hablaban entre ellos, a la prensa y al público. Y se convirtieron en personas que también eligieron. Xabi Prieto, el capitán que se retiró en 2018 declaró, que él no quería jugar a fútbol sino jugar en la Real Sociedad. Y así pude alegrarme con el juvenil que quería llegar al primer equipo y vincularme con una tierra que nunca he pisado. Y conocer a Remiro, Zubeldia, Zubimendi, Merino, Oyarzabal.
Entonces. Cómo no emocionarme cuando el actual capitán, Mikel Oyarzabal, declara entre lágrimas que le dedica el triunfo «a toda la afición, a todo el que siente la Real como nosotros» y se acuerda «de mucha gente que me hubiera gustado que estuviera aquí, familiares, amigos, mucha gente que se va».
Y ya no solo es una celebración del fútbol. Es también una celebración de la vida. Que hoy se transfigura en pandemia pero cada vida importa. Aunque nada parezca importar toda vida importa.