22 de mayo de 2020

Orden y caos

Los problemas y los días quedan apartados en el confinamiento de la cuarentena. Hay estupor, una sensación irreal de no entender del todo lo que está pasando.

 ¿Qué?
 ¿Por qué?
 ¿Hasta cuándo?

De repente las formas domésticas adquieren el relieve de una prisión. El límite es el hogar, no está permitido ir más allá. Pero esa frontera es palpable. Y también porosa. Las ventanas se orientan a los vecinos, que se ejercitan en el arte de lo cotidiano: hacen ejercicios físicos, pintan una pared, riegan las plantas, se sientan al sol. Uno es testigo de lo que pasa. Y lo observa en su mudo estatismo, como si fuera una película de todos los días que vendrán.

¿Y eso es todo? No, claro que no. Una situación extraordinaria debería facilitar los actos extraordinarios. ¿Cuándo pudo extenderse el tiempo de tal modo que perdió toda medida, sin que importen los horarios de levantarse, de comer, de acostarse? Aquello de nuestra casa que siempre se postergó por falta de tiempo podría tenerlo esta vez, o reconocer que nunca lo tuvo porque nunca lo tendrá. No debemos confundirlo con las vacaciones, que son un descanso del trabajo y de los estudios y un deseo de hacer lo que nos divierta. Se trata de encontrar un tiempo nuevo que resignifique lo convencionalmente establecido. Un fin de semana ya no es un fin de semana. Ni tampoco un lunes. Ni tampoco un viernes. Ni tampoco un puente. Habría que pensar entonces qué significa mañana, antes, durante, después. Existe esa posibilidad. ¿Por qué no aprovecharla en lugar de anclarse en la angustia de intentar volver a una normalidad, aquélla que no volverá más porque habrá una normalidad distinta? Ya que el espacio está delimitado a nuestro entorno inmediato, ¿sería posible delimitar el tiempo a la música con que nos gustaría percibirlo?