24 de noviembre de 2010

Gran tamaño

No sé bien por qué, desde hace unos años está de moda publicar unos libros con una gran cantidad de páginas, como los grandes novelones del siglo XIX que escribieron Dostoievski, Tólstoi, Balzac, Dumas, Dickens y compañía. Por desgracia la calidad no es la misma y aunque tienen un cierto mérito las nuevas novelas basta con compararlas con las de estos autores para que parezcan insignificantes. Sólo pongamos unos ejemplos: La caída de los gigantes, de Ken Follett: 1024 páginas; El Palestino, de Antonio Salas: 720 páginas; Inés y la alegría, de Almudena Grandes: 722 páginas; El asedio, de Arturo Pérez Reverte: 720 páginas; Dime quién soy, de Julia Navarro: 1056 páginas. ¿Pero de verdad son necesarias tantas páginas? En un libro de setecientas páginas hay dos (o tres) de doscientas, trescientas; en uno de mil hay cuatro o cinco. ¿Tanto vale la pena ese libro, con la cantidad de libros que existen y que nos gustaría leer, para sacrificar la lectura de otros?

Hace unos meses leí un texto de Juan José Millás en el que se preguntaba por la extensión de los libros al ver que en el metro (o en el subte) los pasajeros leen, "casi sin excepción", novelas de más de 700 páginas. Y aunque entiendo el valor de que te atrape una historia y quieras más, un libro muy voluminoso me sigue pareciendo un gesto egoísta del autor, que nos obliga a soportarlo tanto tiempo, aparte de lo incómodo que es llevar el libro de un lugar a otro en un bolso o una bolsa o un portaequipajes. Está claro que, como de costumbre, importa la calidad, no el tamaño. Cosas de la apariencia.

Por eso recuerdo a Borges, quien dijo sin inmutarse que "la longitud del género novelesco no condice ni con la oscuridad de mis ojos ni con la brevedad de la vida humana. Son contados los libros - las Mil y una noches, diremos, o el Orlando furioso- de cuya esencia misma es inseparable la longitud, porque nos da la certidumbre de que en sus páginas podemos perdernos como en un sueño o una música; las muchas páginas, en general, son promesa de tedio o de mera rutina." En fin, mejor no alargarme más.

3 de noviembre de 2010

Plagio

En lo que vendrán a ser mis últimas clases de profesor (al menos en España) he detectado que muchos de mis alumnos sacaban sus comentarios de internet, a veces introduciendo leves variantes, pero a menudo copiados (o impresos) con absoluta fidelidad. En un principio me pareció hasta gracioso. Pobres - pensaba -, querían copiar y les he pillado. Y les devolvía su trabajo con una sonrisa, casi disculpándome. Luego las copias crecieron y se multiplicaron, a pesar de mis advertencias y el chiste, por repetido, perdió la gracia.
Muchos de ellos se disculpan alegando que habían buscado información sobre el texto, como justificando que existe un esfuerzo. No les falta razón, hay un esfuerzo, pero les pido algo más que asistir a clase o sentarse en la silla o introducir en un buscador el título de la obra que deben analizar. Debo corregir lo que ha hecho otra persona, a menudo de manera muy deficiente, incompleta o errónea, blablabla.
Al margen de disquisiciones académicas y metafísicas, si pensamos que todo está escrito... ¿por qué no es todo un plagio? Quizás porque "todo está dicho, pero como nadie escucha es preciso comenzar de nuevo". Eso lo dijo André Gide, obvio. Por ahí se le ocurrió esta idea saliendo de una clase alborotada por unos alumnos que sólo se preocupan de la nota. No. No lo creo. Al menos no son alumnos revoltosos.