15 de diciembre de 2009

El maestro y el discípulo

Desde hace tiempo suelo guardar en una carpeta los diversos papeles que me llegan. Primero fueron las notas que tomaba de libros consultados por puro interés o puro capricho (si es que existe alguna pureza en esas actitudes) y que escribía a toda prisa en una hoja. Como pronto me faltaron las hojas enseguida recurrí a cualquier papel con el suficiente espacio en blanco como para escribir en él una cita. Los nuevos papeles podían ser servilletas, folletos publicitarios, informes académicos o administrativos, tarjetas. No tardé en guardar cualquier papel que pudiera albergar una nueva nota, escrita de mente ajena o también desde mi propia atención. A ellos además se le sumaron otros papeles cuya forma y disposición no admitían un nuevo texto además del que ya contenían; pero el texto ya existente significaba el lugar o el momento en que llegó a mis manos, y ese devoción, ya presente en los papeles anteriores, bastó para que el nuevo documento se acoplara a los anteriores. Algunos incluso sobrepasaron la carpeta y la envolvieron en los compartimentos de la bolsa donde la llevo. De esta manera la bolsa pasó ha llamarse la bolsa de Pandora, pues de ahí pueden salir todos los bienes y todos los males de mi mundo.

Un día quise mostrarle el contenido de la bolsa de Pandora a un pupilo siempre curioso de cualquier cosa que le hablara. El alumno enseguida se interesó por esa bolsa que siempre llevo encima y saqué de ella la carpeta, y de la carpeta empezaron a brotar sus papeles con la correspondiente explicación de los más vistosos: éste es un juego que hice un día en un autobús de vuelta a casa, éste es un dibujo de mi Mar Adentro, en éste apunté el nombre de los alumnos que hablaban para bajarles 0,1 puntos. No todos admitían la explicación de su origen, más que nada porque el alumno no querrá comprender ciertas sesudas o arbitrarias notas, de modo que muchos se volteaban como las hojas de un calendario en el que buscamos apenas una fecha, para sólo detenerse en aquel retal que podría destacar justo entonces. El alumno miraba el desfile de papeles escuchando las explicaciones, acompañándolas con algún que otro comentario. De repente, al ver cómo pasaba ese extraño conjunto de garabatos y colores, exclamó "¡sí que llevas mierda!". No lo dijo con ninguna intención peyorativa, más bien lo contrario, por el cariño de que compartiéramos lo que había guardado. Pero no podría faltarle razón. Porque ¿en qué momento un recuerdo se convierte en mierda? ¿Será que ese papel es como la cáscara que nos queda después de habernos comido el fruto? Evidentemente, ningún papel se mudó de casa y menos con este frío, pobres; si no hay nada como el hogar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

el primer error es hablar de "alumnos"