30 de noviembre de 2015

Por las palabras

¿Por qué se aprecian tan poco las palabras? ¿Por qué a veces creemos que sobran, que están de más? Nos han convencido de que una imagen vale más que mil palabras y también que lo importante son los hechos, no las palabras. Y lo aceptamos así porque también nos han dicho que las palabras se las lleva el viento.

Pero es evidente - es muy evidente - que eso no pasa: no se las lleva el viento porque no vemos las palabras atrapadas en un tornado, en un huracán, ni siquiera en una ráfaga de aire. No, no las vemos, mientras que sí es algo visual un hecho o una imagen y por eso acabamos dando más valor a lo que está frente a nuestros ojos aunque sepamos que las apariencias engañan. Podemos perdonar el engaño de las apariencias pero desconfiamos de las palabras. ¿Por qué?, formulo de nuevo la pregunta. La respuesta no está en el viento.

Usamos las palabras por costumbre, sin saber qué decimos. Nos parecen comunes, vacías. Les falta el sentido porque no las sentimos. Las repetimos como loros ambulantes, reproducimos su esqueleto invisible y sin forma y acaban por sonar con el mismo ruido "hola", "te quiero", "nunca más". Pero las palabras no deben ser ruido. La música tampoco, eso lo asumimos. La música nos conmueve, altera nuestro ánimo, nos suena bien al oído. Las palabras también: son un tipo de música que resuena en nuestra mente. Si les prestamos atención, si fueron ordenadas en una armonía o violentadas en un caos pero en cualquier caso armadas con un sentido tal vez nos alcance ese sentido y se quede en nuestra vida. Eso podría llamarse poesía pero es mejor que cada uno encuentre su nombre.

No está todo dicho: esto sólo es un punto para que lo escrito pueda ser leído.

Y quiero que pueda ser leído para dedicárselo a quienes hoy tienen mis palabras en una carta. Este es el sentido de mis palabras, es el valor que le dan Hilen Lezcano, Hilary Montenegro y Lia Elias. A ellas les debo lo que hoy escribo, por ellas van estas palabras de agradecimiento.

2 comentarios:

A. dijo...

Entré mientras ponía en orden mi jaula, porque ante la ausencia me dieron ganas de volver a escucharte. No leí para el capítulo, pero leí para la otra clase. Todo esto es más o menos irrelevante, pero ha sido una curiosa coincidencia -no creo en las casualidades, no me gusta la noción de casualidad- caer justo en un texto donde cuestionas al engaño de las apariencias y cómo siempre lo pasamos por alto, a diferencia de las palabras.
Pienso que nos molesta más el engaño de las palabras porque lo que escuchamos (escuchémoslo con la mente o con los oídos, para el caso da lo mismo) se nos incrusta mucho más en las emociones y los afectos que lo que vemos. A mí me puede cautivar un rostro desconocido por la calle, pero lo olvidaré apenas llegar a casa, al topar con otro estímulo que llame mi atención o con el transcurrir de los días. Creo que intentamos convencernos de que a las palabras realmente se las lleva el viento, porque en realidad, las promesas dichas, las expectativas generadas por lo que se nos dice y decimos, nos fijan una sensación de permanencia que ansiamos todo el tiempo. Por eso buscamos constantemente amarres para esas palabras, sean chantajes, sea la fuerza bruta, sean contratos y firmas. Queremos que los subidones duren. Pero no se los puede forzar.
Digo curiosa la coincidencia, porque tú mismo, esta tarde, le diste más peso al engaño visual que a las palabras. Erraste conmigo. También caíste. O no...

Que Jaime Sabines sirva de epígrafe y cierre para esta pequeña cavilación:

"Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama. (Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo: «qué calor hace», «dame agua», «¿sabes manejar?», «se hizo de noche»... Entre las gentes, a un lado de tus gentes y las mías, te he dicho «ya es tarde», y tú sabías que decía «te quiero»)."

Óscar dijo...

¡Tu comentario es toda una entrada de mi blog! Lo amplía y lo completa.
Las palabras deshacen la casualidad porque se buscan entre sí, unas llaman a otras, tienen una extraña atracción de que surjan a medida que escribimos. Por mucho que lo piense, mi texto nunca será idéntico a cómo lo había representado. O imaginado, y ahí veríamos de nuevo cómo aceptamos la apariencia de las imágenes. Y podría hablar platónicamente del mundo sensible en el que escribimos y el mundo inteligible de lo que ideamos. Pero Platón expulsó de la ciudad a los poetas y no es necesario añadir más palabras al texto que me has completado.