15 de noviembre de 2008

El viento en el oído

A ver cómo se viste la gente, dice uno de los habitantes mientras se asoma a la ventana. Los cristales han estado abiertos de par en par toda la noche; sube la persiana y el viento que la sacudía lo recibe de lleno en la cara. Su piel se tensa, se dilatan las aletas de la nariz y los sonidos del día recién creado vienen filtrados por un silbido incansable, viento pertinaz de conmoción y explosión de la mañana. Un nuevo movimiento anima el día. Las plantas en las terrazas. Los cables eléctricos, las bolsas, los papeles.

La habitación también ha despertado y ahora está sembrada de pelusas y motas de polvo nunca vistas que han surgido de los lugares más recónditos e inaccesibles. Campo minado. Caminen con cuidado. Peligro, peligro.

De este modo, la nueva gravedad del planeta requerirá una readaptación de los sentidos. Sobre todo del sentido del frío, que ha llevado consigo las mangas largas sobre los brazos desnudos. Las predicciones anuncian que habrá un descenso considerable de las temperaturas, con la correspondiente recesión del calor y el aumento de la alegría ante el momentáneo cambio climático.

Qué bueno, este mundo vuelve a ser habitable, pregonan las noticias.

¿Serán entonces tan sencillas las otras soluciones? ¿O habrá que buscarles la vuelta, como a cada frase que escribimos?

P.S.: Al salir a la calle, la primera frase escuchada en la típica verborrea argentina es, inevitablemente, si fuera un viento de calor aún pero hace un frío de cagarse.

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