1 de diciembre de 2014

Lectura de lectura de lectura

Leo un texto de Juan Goytisolo (el reciente premio Cervantes, para conocerlo mejor) donde compara su relectura de Los monederos falsos de André Gide y Rayuela de Julio Cortázar cuarenta años después de haberlo hecho por primera vez. Dos novelas experimentales (con el autor y el lector). Antinovelas, se llamaron entonces, por considerar la novela como "suma de textos diseminados, pero destinados a cristalizar en una realidad nueva y total". Entonces Goytisolo hace la operación de releer esas novelas y de este modo siente que "leer es reconstruir lo fragmentado y disperso por voluntad del autor".

Hablando de novelas, toda lectura es necesariamente fragmentada. O casi toda. Salvo excepciones contadísimas, no leemos de un tirón las novelas. Sólo recuerdo haberlo hecho con Crónica de una muerte anunciada.Y hasta ahí puedo contar.

Casualmente - pero toda casualidad tiene un motivo desconocido - estoy releyendo la obra de Cortázar. Rayuela. La alterno con Anna Karénina de Lev Tólstoi, que es el modelo idóneo de novela decimonónica. Y no me parecen una oposición. Tólstoi lleva a Cortázar porque lo leyó sin duda, como lo demuestra que entre los Cuentos inolvidables se incluya "La muerte de Ivan Ilich". Y Cortázar lleva a Tólstoi porque nos remite a sus fuentes. Éste es el punto donde casualmente (pero...) llevo mi lectura de ambas novelas:

"Al lado del Cerro — aunque ese Cerro no tenía lado, se llegaba de golpe y nunca se sabía bien si ya se estaba o no, entonces más bien cerca del Cerro—, en un barrio de casas bajas y chicos discutidores, las preguntas no habían servido de nada, todo se iba estrellando en sonrisas amables, en mujeres que hubieran querido ayudar pero no estaban al tanto, la gente se muda, señor, aquí todo ha cambiando mucho, a lo mejor si va a la policía quién le dice. Y no podía quedarse demasiado porque el barco salía al rato nomás, y aunque no hubiera salido en el fondo todo estaba perdido de antemano, las averiguaciones las hacía por las dudas, como una jugada de quiniela o una obediencia astrológica. Otro bondi de vuelta al puerto, y a tirarse en la cucheta hasta la hora de comer.

    Esa misma noche, a eso de las dos de la mañana, volvió a verla por primera vez. Hacía calor y en el «camerone» donde ciento y pico de inmigrantes roncaban y sudaban, se estaba peor que entre los rollos de soga bajo el cielo aplastado del río, con toda la humedad de la rada pegándose a la piel. Oliveira se puso a fumar sentado contra un mamparo, estudiando las pocas estrellas rasposas que se colaban entre las nubes. La Maga salió de detrás de un ventilador, llevando en una mano algo que arrastraba por el suelo, y casi en seguida le dio la espalda y caminó hacia una de las escotillas. Oliveira no hizo nada por seguirla, sabía de sobra que estaba viendo algo que no se dejaría seguir. Pensó que sería alguna de las pitucas de primera clase que bajaban hasta la mugre de la proa, ávidas de eso que llamaban experiencia o vida, cosas así. Se parecía mucho a la Maga, era evidente, pero lo más del parecido lo había puesto él, de modo que una vez que el corazón dejó de latirle como un perro rabioso encendió otro cigarrillo y se trató a sí mismo de cretino incurable.

    Haber creído ver a la Maga era menos amargo que la certidumbre de que un deseo incontrolable la había arrancado del fondo de eso que definían como subconciencia y proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres de a bordo. Hasta ese momento había creído que podía permitirse el lujo de recordar melancólicamente ciertas cosas, evocar a su hora y en la atmósfera adecuada determinadas historias, poniéndoles fin con la misma tranquilidad con que aplastaba el pucho en el cenicero. Cuando Traveler le presentó a Talita en el puerto, tan ridícula con ese gato en la canasta y un aire entre amable y Alida Valli, volvió a sentir que ciertas remotas semejanzas condensaban bruscamente un falso parecido total, como si de su memoria aparentemente tan bien compartimentada se arrancara de golpe un ectoplasma capaz de habitar y completar otro cuerpo y otra cara, de mirarlo desde fuera con una mirada que él había creído reservada para siempre a los recuerdos. " (Rayuela, capítulo 48)


"El debate sobre la emancipación de las mujeres ofrecía puntos demasiado espinosos para tratarlos delante de las damas, y, por tanto, cesó muy pronto; mas apenas terminada la comida, Pestsov entabló un diálogo con Alexiéi Alexándrovich para explicarle la cuestión desde el punto de vista de la desigualdad de los derechos entre esposos en el matrimonio. Según él, la causa principal de esta desigualdad consistía en la diferencia establecida por la ley y por la opinión pública entre la infidelidad de la mujer y del esposo.
Stepán Arkádich ofreció precipitadamente un cigarro a Karenin.
- No - contestó este con la mayor tranquilidad -; no fumo.
Y como para probar que no temía al diálogo, se volvió hacia Pestsov y le dijo con una sonrisa glacial:
- Esa desigualdad estriba, a mi modo de ver, en el fondo mismo de la cuestión.
Y se dirigió al salón; pero Turovtsin lo interpeló al paso:
- ¿Ha oído usted referir - le preguntó, animado por el champaña y deseoso de romper el silencio - lo de la cuestión de Vasia Priáchnikov? Me han dicho esta mañana - añadió con su franca sonrisa - que se había batido en Tver con Kvitski y que lo dejó sin vida en el terreno.
La conversación giraba aquel día fatalmente, de modo que Alexiéi Alexándrovich pudiera resentirse; Oblonski se dio cuenta al punto y quiso llevarse fuera a su cuñado.
- ¿Por qué se ha batido? - preguntó Karenin, sin notar, al parecer, los esfuerzos de Oblonski para distraer su atención.
- A causa de su esposa; y se ha conducido valerosamente, pues provocó a su rival y lo mató." (Anna Karénina, cuarta parte, capítulo XII)

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