22 de marzo de 2019

¿Por qué a veces la realidad es tan distinta de nuestros deseos?

Ésa es la consigna que di para escribir un texto. "¿Qué se puede decir de ese tema?", me preguntaron. "¡Es tan difícil!". No tanto - contesté - eso tan sólo es un punto de partida para empezar a escribir, un disparador. A partir de ahí puedes escribir lo que quieras. Por ejemplo, podría decir que esta mañana me he levantado con sueño, que me habría gustado quedarme en la cama un poco más. La realidad puede ser cruel, dolorosa y justamente indeseable. Una vez escribí que madrugar es la peor tortura cotidiana. Sigo pensando lo mismo porque sigo madrugando. "Pero no dijo 'deseos' - me replicaron-, dijo 'sueños', por qué la realidad no es como los sueños". No, era 'deseos' pero bien podría haber dicho 'sueños', ya que éstos son la manifestación de nuestros deseos, de nuestro inconsciente y a veces las dos palabras se usan como sinónimas.

Sin entrar en el psicoanálisis más que en esa mención al inconsciente, la realidad acaba por convertirse en una proyección de nuestros deseos, en proyectos por realizarse. Cuando me levanto con sueño hago cada acto como si fuera parte de un mecanismo mal articulado, que tropieza en cada prueba y en cada error: la ropa se me cae de las manos, el baño queda salpicado del agua que no me lavó la cara, el fuego de la cocina calienta la leche demasiado rápido o demasiado lento.  Cuando me recompongo con las piezas ensambladas a la fuerza, caigo en el tiempo cuando percibo lo tarde que ya es y salgo a toda prisa de casa. Es un decir. Las piernas me pesan como si tuviera que desclavarlas del suelo. El semáforo está en rojo, de modo que debo cruzar la calle para que el movimiento inicial no caiga en la inercia del estatismo y me duerma de pie. El semáforo se pone verde y avanzo a grandes pasos, esquivando veredas rotas, charcos de aceite (o de un líquido cuyo contenido prefiero no descubrir). Y también sorteo en zig zag a las personas más dormidas que yo y que caminan como si hubieran descubierto un tiempo infinito. Una mujer grita, dos coches improvisan un concierto de bocinas desafinadas, un portero riega la calle asfaltada de tanta agua que arroja, un chico pasea un ramillete de perros coordinados por la obediencia. Y llego a la parada. ¿Qué pasa con el colectivo? ¿Por qué tarda tanto? La cola aumenta y en cada rostro se percibe el mismo deseo de llegar al destino. Y todos nos ponemos de acuerdo en cumplirlo. Una música escuchada al paso resuena en mi mente. Llega entonces el colectivo y en la cola los futuros pasajeros levantan un brazo como movidos por un resorte. Subo los dos escalones, le susurro al conductor mi destino y me acomodo como puedo en un espacio 1x1. Reconozco algunas caras: la agria expresión de una mujer que intenta dormitar, los dos niños con audífonos que hablan con lentitud, la madre impertérrita que lleva a su hija profundamente dormida en un asiento hondo como un abismo. Cuando bajan unos pasajeros logro sentarme y escucho la radio por los auriculares. A veces encuentro una canción que me gusta pero suelo cambiar la emisora para evitar los anuncios, tan invasores. Así viajo, hasta que el cartel de una carnicería me avisa que debo bajar. Bajo entonces a toda prisa - pero ya sabemos que la prisa es una forma de hablar - y reanudo la marcha a pie, camino, doblo hacia la izquierda, camino, me detengo en un nuevo semáforo. Los uniformes y los andares me dan la bienvenida, me invitan a despertar a la realidad. Sonrío. Devuelvo los saludos. Y me propongo cumplir todos mis deseos cotidianos.

No hay comentarios: