21 de octubre de 2008

Cambio de hora











Hay días en que uno no sirve para nada.
Uno se levanta, se ducha, desayuna. Y sigue sin servir para nada, pese a los intentos de purificación y de renovación.
Entonces sobreviene algo molesto, como la lluvia golpeando el cristal, los surfeos de los coches en la calle o el vecino golpeando algo como si fuera a arreglarlo. Y entonces claro, ya tenemos excusa: eso no nos va a dejar hacer nada, por eso uno no sirve para nada.

Pero si uno piensa (lo cual no siempre es fácil) y recuerda (lo cual aún puede ser más difícil) se dará cuenta de que alguien, hace unos días, decidió que había que adelantar una hora de los relojes con la finalidad de ahorrar energía o aprovecharla, no queda muy claro. Ese dictamen salomónico fue aceptado por la mitad del país, de modo que ahora dos husos de horario: el oriente es una hora más, el occidente una hora menos.

Ante tamaño despropósito festivo se entiende mejor que llueva después de semanas sin una gota, los coches enmudezcan y enfermen de mar y el vecino se convierta en un artista del martillo. Y que uno no sirva para nada, a la espera de que se le recomponga la descajetada caja de música mental con que se mueve cada día.

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