14 de agosto de 2010

La calle nuestra de cada día

Cómo será que entre uno y el mundo se alcanza algo así como una doble articulación ontológica, es decir que uno lee el periódico y surge lo de todos los días, nada especial, Ricardo Fort asegura que lo "quieren destruir" porque en esto estamos mientras De Narváez admite conversaciones con Cobos, pero también le hace un guiño a Reutemann, como si los nombres con que nos rodean ocultasen una verdad trascendente aunque ya no es ni metafísica cuando Cañizares propone adelantar la edad de la Primera Comunión, como pidió ya Pío X y que, aún así, algunos cráneos privilegiados celebran por todo lo alto, como luz divina, lo que nadie más ha visto y que por eso piensan darnos la revelación, pues Para Duhalde, faltan "cárceles" y "hay que hacer prevención", y además Aguer denunció un "plan progresivo para inducir una mentalidad abortista" aunque nadie se olvida de que Nalbandian debutará ante Ljubicic y hasta habrá lugar para acordarse de que Venecia ya tiene su primera gondolera en 900 años.

¿Y entre tanta retahíla de nombres dónde estamos nosotros?
¿Hay lugar para la novedad - para la noticia - en este eterno retorno?

Y sin embargo hay algo de aterrador y de estúpido conmoverse ante la noticia de que alguien se mató jugando a la ruleta rusa porque haya ocurrido justo enfrente de nuestra casa. Aunque no lo hayamos conocido. Pero reconocemos el lugar en las fotos, en los vídeos. Atónitos frente a lo previsible, expectantes a quien podría cruzarse de fondo o a que la cámara gire en su órbita y encare, como en un espejo, nuestra propia fachada (por suerte no a nosotros mismos, que no nos alcanza lo mórbido). Entonces lo familiar resulta extraño, como si al aplicarle la lente para verlo más de cerca lo estuviésemos alejando; y expresamos un lamento contenido, por lo bajo. Pensamos qué desgracia, pensamos qué absurdo, pensamos qué tarado; salvamos y condenamos al castigado, como si dependiera de nosotros, y antes de ponernos (pero ya es tarde) melodramáticos y retóricos rompemos el sermón, pues no tardan en volver a llamarnos y todo parece seguir igual, embrutecidos por la propia nada de la que sólo se salvará por capricho, casualidad o coincidencia. A fin de cuentas, a Borges ya le pareció que todas las teorías son legítimas y ninguna tiene importancia. Lo que importa es lo que se hace con ellas.

2 comentarios:

Noelia A dijo...

Habría que ser un ermitaño (y ni así tampoco)para no sentir el avance de la frivolidad y de la nada sitiandolo todo, ¿o lo poco que queda?
En fin, dejar de ser un habitante.
Por mi parte, solo enciendo la tv de vez en cuando, para ver el chavo del ocho.
"Entonces lo familiar resulta extraño, como si al aplicarle la lente para verlo más de cerca lo estuviésemos alejando; y expresamos un lamento contenido, por lo bajo"
A esto alguien le llamó otredad

Óscar Martín Hoy dijo...

Y sí, tal cual, la otredad hasta el extrañamiento. Menos mal que en la nada aún queda un todo, aunque haya que nadear para llegar a él.

Yo tuve el éxito de que no hubiera una tele en casa. Y aún no la echo de menos.