30 de septiembre de 2008

Sendas de Buenos Aires

Vagamos de bar en bar buscando el lugar idóneo para comer. Al final nos decidimos por uno con amplia entrada, una antigua casa reconvertida en lugar común. El patio era gris, mojado por la lluvia que había caído poco antes, y en el interior no había más que dos mesas ocupadas, en esquinas opuestas.

Nos sentamos en un pequeño reservado, una mesa que daba a una amplia ventana: el marco del patio, el marco de la mañana.

Llegó la comida, la comida se fue. Sonaba música de los ochenta, es decir sobre todo de los ochenta, porque justamente uno de los habitantes recordó una canción de 1971 con la que hace unos años se reconcilió, que es una manera benévola de decir que la descubrió hace poco.



Por qué ésta, quién sabe. Se le presentó simpática y se quedó a dormir algún día. Y eso fue todo.

Luego vinieron otras, las de los ochenta que antes mencionamos, y ésas ya no sonaron tan bien. Con la música ocurre como con los libros, que tienen que estar en el momento adecuado para gustarnos o si no pasan por nosotros como una polilla, que ni se vio y sólo dejó una huella desagradable. Y entonces sí nos asomamos por la ventana, y ahí surgió Buenos Aires como una calle vulgar y fría. Los vecinos habían dejado crecer un árbol en la acera con el propósito de que diera sombra y, si fuera posible, aire. Lo que suele llamarse un pulmón. Pero el árbol era monstruoso, cubría totalmente las dos primeras plantas, incluyendo los balcones, y bordearlo se antojaba un trabajo forzado. Era raro: algo tan hermoso, convertido en un trazo urbano por alguien que no quería ni la naturaleza ni la ciudad.

Con el paso de las notas de música y de las gotas de lluvia fuimos trazando en un folleto, hallado en la bolsa de viaje, unas frases que fueron líneas que fueron versos, triángulo en cuyo vértice convirgió un poema. La discreción me hace dejar el tema.

Árbol de aire,
fútil calle sin brillo
La ciudad verde.

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